Va a continuación, preciosa crítica de Alejandro Sanz, presidente de la Sección de Literatura del Ateneo de Madrid. ¡Gracias Alejandro!
En esta época marcada por el desconsuelo, la incertidumbre, la ausencia de ideales y de ideas, de ilusiones, de futuro, el libro que hoy presentamos de Carlos Rebate —su segundo libro— y de su hija Lucía, que es la verdadera protagonista de este relato —aunque aún no sepa leer ni escribir— es como un pequeño destello en la oscuridad, lo mismo que la vida, como escribió Rubén Darío, es un relámpago entre dos oscuridades. Destello como bocanada de aire fresco que nos lleva desde la espesura de nuestra madurez, cargada, a veces, de inútiles responsabilidades y de vanos e intranscendentes compromisos, a la mágica armonía de nuestra más tierna infancia, a ese paraíso perdido que Carlos reencuentra en un maravilloso verano, en compañía de su hija de tan solo tres años.
Sin temor a la noche es un pequeño canto a la verdadera esencia de la vida, a la belleza que encierran las cosas aparentemente sencillas, a esas cosas que sólo pueden verse con los ojos inquietos, inocentes y arrebatados de un niño, ojos que transmutan la aparente e incómoda realidad en todo lo que sueñan, porque las cosas para los niños no son sólo lo que son, sino lo que ellos desean que sean, aunque luego el tiempo, los años, acaben imponiendo severamente su peso, sobre la saludable y enriquecedora facultad para fantasear, que es como decir la facultad para ser verdaderamente libre, para llegar donde nada ni nadie puede hacernos daño y donde nada ni nadie puede imponernos nada. Y aquí radica un poco la lectura «adulta» que puede hacerse de este cuento en primera persona vertebrado sobre los árboles, los ríos y las estrellas, a través de los grandes ojos de Lucía: que todo lo que verdaderamente importa está dentro de nosotros si conseguimos mantener despierta nuestra curiosidad más primitiva, nuestra capacidad para emocionarnos ante lo sencillo, ante lo hermoso, y para imaginar que nada hay imposible.
En el libro, al inicio de sus capítulos, hay varias citas, bastantes de Nietzsche, extraídas de su Así hablabaZaratustra y una acertadísima de Mark Twain, que en el fondo resume la filosofía existencial de muchos poetas románticos, sobre todo de los ingleses, más dados al amor libre y a vivir la vida, y hasta, retrotrayéndonos en el tiempo muchos siglos —antes de Cristo— del célebre Horacio que ya dijo aquello de «Carpe diem quam minimum credula postero», es decir «aprovecha el día, confía lo menos posible en el mañana». La del célebre novelista americano, que perdió, por cierto, a su padre siendo aún niño, reza: «Dentro de veinte años lamentarás más las cosas que no hiciste que las que hiciste. Así que suelta amarras y abandona el puerto seguro. Atrapa los vientos en tus velas. Explora. Sueña. Descubre». Es decir, que los niños hacen caso a Horacio, al que seguramente no han leído —ni leerán posiblemente cuando dejen de ser niños—, y a Mark Twain, y los adultos se empeñan, la mayoría de las veces, en ser víctimas de su futuro, sacrificando, y no viviendo, intensamente, el presente, negándose obsesivamente así a ser verdaderamente libres, porque esta libertad no queda delimitada por el espacio, sino por el pensamiento.
Sin temor a la noche es una invitación también a perder el miedo, a ver las cosas desde otra dimensión menos trágica, más esperanzadora, porque si bien es cierto que un día todo dejará de ser, no menos cierto es que este viaje, fugaz e inexplicable, merece la pena si sabemos valorar lo que realmente nos hace mejores, lo que en la mirada de un niño podemos encontrar sin dificultad. Carlos hace referencia precisamente a la mirada pura, abarcadora y profunda de su hija, donde se reconoce, y a mí me vienen a la memoria los versos del hermoso poema de Vicente Aleixandre «El niño y el hombre», que recomiendo encarecidamente a todos que lean y muy en particular a los padres, y que dice en su primera estrofa:
El niño comprende al hombre que va a ser,
y callándose, por indicios, nos muestra, como un padre,
al hombre que apenas todavía se puede adivinar.
Pero él lo lleva, y lo conduce, y a veces lo desmiente en sí
mismo, valientemente, como defendiéndolo.
Si mirásemos hondamente en los ojos del niño, en su
rostro inocente y dulce,
veríamos allí, quieto, ligado, silencioso,
al hombre que después va a estallar, al rostro experimentado
y duro, al rostro espeso y oscuro
que con una mirada de desesperación nos contempla.
Esa mirada de desesperación del hombre hacia el niño que fue es una mirada de reconocimiento en lo más profundo, y de desesperación porque al pasado sólo se vuelve en la memoria, sin esperanza, sin sueño. Se impone, por lo tanto la necesidad de saborear intensamente, con mirada infantil, cualquier escena de nuestra niñez y Lucía, sin pretenderlo, ayuda a su padre en esa aventura de reconocimiento, en ese viaje, porque todo forma parte de un ciclo, de ese eterno retorno al que alude Nietzsche en su obra.
Todo el relato sucede en unas horas, desde el despertar de Lucía, el amanecer, a la noche en que la acuesta —aunque un breve epílogo nos lleve meses después a la primavera—. Un día que es un ciclo, pero en el que habitan todos los días, porque en un día cualquiera de felicidad caben todos los días. Bien lo sabe el padre feliz que es Carlos Rebate y sin duda lo sabrá su hija Lucía cuando pasen los años y pueda leer ella misma, desde la madurez, quizá a sus hijos, este exquisito testimonio de amor, porque eso es lo que creo que es este libro, una delicada prueba de amor hacia la vida.
Alejandro Sanz
Presidente de la Sección de Literatura
Ateneo de Madrid